Donde la oscuridad penetra

Donde la oscuridad penetra

Novela Policiaca

Hamlet Alcántara

Foto: José Gabriel López Mejía

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Tres toques le bastaron al Meño para quebrarse, el último en los testículos y entonces comenzó a parlotear como un loro, y a suplicar lloriqueando para que me detuviera.

– Creo que la Patroncita me prefirió a mí que a ti –el olor era insoportable, me enfermaba pero a la vez me hacía seguir adelante.

Quizás esa hediondez era muy similar a la que respire diariamente en la “Peni”, cuando paseaba por los pasillos y que me iba enfermando día tras día.

En un principio pensé que no podría soportarlo. Después se me fue metiendo hasta los huesos. Ahora mismo lo sentía en cada parte de mí. Eso me asqueaba.

Me vinieron a la mente los tantos momentos que me pase en la regadera bajo el agua, tallándome con el jabón hasta el cansancio para tratar de limpiarme, de quitarme de encima ese olor. Ese que no está en ninguna otra parte. Un olor a odio, a muerte caduca, a envidias y a todas las malas vibras del mundo.

Era como si el Diablo se pusiese loción cada mañana para esconder su hediondez, y ahora mismo lo sentía. Me sentía invadido de ese odio asesino que adentro de las paredes del “Vecindario”, tantas veces me salvó la vida, y que ahora estaba tan presente sólo de escuchar que había sido traicionado por gente que creí mi amiga, que conocía de tantos años atrás.

– Lástima que no puedas decir lo mismo de tus amigos –me respondió el Meño con el último aliento que le quedaba.

– ¡¿Qué dices?¡

– Tú quieres saber como fue que supimos que ibas a reunirte con el periodista ¿No es así?

– Si.

– Porque te pusieron. Un amigo tuyo los tenía bien vendidos con Lucas, porque otro conocido tuyo nos dijo que tú habías detenido a su hermano Mauricio ¿Lo recuerdas?

Mauricio Malacón el nombre del sujeto que me había desgraciado la vida. El sospechoso de haber levantado y asesinado a dos policías municipales.

El mismo sujeto que traía un dije de la Santa Muerte muy similar al que tenía en la bolsa de mi pantalón y le pertenecía al tal Meño.

– Voy a refrescarte más la memoria con dos nombres Mariano Mata y Alberto Batista…

No tuvo que decir más. Ya antes había delatado a algunos otros que lo habían acompañado en el carro durante el tiroteo en el que asesinaron a Donoso, el periodista, pero ahora entendía muchas cosas.

– ¿Y quieres saber algo más? Tus amigos el Comandante Alatriste y Moncayo tienen los días contados. Tú no vas a poder hacer ni madres para salvarlos, aunque yo haya abierto la boca.

Con todo y el asco que traía por el deprimente estado de la escena, y ese olor a vómitos y miados tuve la fuerza para ponerle otro cachazo más en la cara al Meño.

– ¿Por qué no me matas de una vez?

– Eso no me toca a mí.

Después le volvió a cambiar el semblante. Suplicó de nuevo y hasta me contó, con las pocas fuerzas que aún tenía, el resto de la traición de la que había sido víctima.

Me dijo que Alberto Batista, del grupo contra secuestros sabía que Mauricio Malacón traía un comando, y su objetivo era matar policías, o bien que estuvieran con el bando contrario, o que simplemente se interpusieran con los intereses de su organización.

Batista le cubría las espaldas.

El Comandante Alatriste lo sospechaba, por eso nos incluyó a Moncayo y a mí en aquel operativo y a Batista no le quedó otro remedio que seguir órdenes. No tuvo oportunidad de darle el pitazo a los hermanos de Lucas, Mauricio y Adalberto.

Un duro golpe para los Malacón.

Para lavarse las manos el cabrón de Batista abrió el hocico, y comenzó a mover los hilos con sus aliados en la corporación. Fue cuando aparecieron nombres como el de Galindo de Asuntos Internos, lo cual no me impresionaba, pero cuando mencionó a Mariano Mata si que me fui de espaldas.

Sucede que Mata era el encargado de vigilarnos a Moncayo y a mí, y nos tenía colgados los celulares a los dos.

Aunque no hubo necesidad. Yo mismo lo había invitado a detener a Esteban Blanco, el Dandy y lógicamente por eso supo el momento preciso en que me reuniría con Donoso.

No tuvo más que marcar su celular y estaba dado.

Tuve una sensación muy extraña de nuevo. De abandono total. No es que me sorprendiera mucho que un colega me traicionara. No iba a ser ni la primera ni la última vez. Pero Mata era de todas mis confianzas. Casi tanto como Moncayo, y eso me desilusionaba.

Me quedé ahí sentado en una esquina del cuartucho ese, con todo el hedor encima. Ido mientras el Meño suplicaba y me decía que me había ayudado, y ahora yo debía hacer lo mismo.

Minutos después regresó el Tito acompañado del Don.

Se quedaron impresionados con la escena. Por unos instantes contemplaron aquel macabro dibujo; el policía municipal bañado en sangre, su propio vómito y lleno de orines. Exhausto porque seguía colgado de un gancho y yo ahí sentado como un desquiciado, sin decir nada, ni moverme, y con la mirada perdida.

– ¡¿Qué fue lo que pasó aquí Calavera?¡

La pregunta del viejo Zataraín, los gritos del Meño y el vibrador de mi celular me regresaron a la realidad.

– El bato este quiso pasarse de pistola y lo tuve que madrear –contesté sin muchas ganas, y salí del cuartucho para contestarle al Coronel que me estaba llamando.

– No quiero pensar que tienes algo que ver con la desaparición de los policías ¿verdad Calavera?

– Coronel, ahora no por favor.

– ¡No los sacamos de prisión para que hicieran sus chingaderas¡

– Déme un par de horas Coronel. Le vuelvo a llamar.

No tenía humor para contestar. Tampoco supe cual fue el final del tal Meño, sólo volví a entrar a la habitación para decirle a Don Paulino que me sentía algo cansado, y prefería volver al hotel para poder asearme un poco.

No tuvo objeción. Sacó un fajo de billetes y me lo dio. Luego de instrucciones al Tito para que alguno de sus pistoleros me diera un aventón hasta el hotel.

– Nomás no te me pierdas Calavera, que esto se está poniendo bueno.

– No se preocupe Don Paulino, sólo necesito darme un baño para quitarme esta mugre y descansar un par de horas –y así lo hice. Me metí de nuevo a la regadera tal y como lo hacía en la “Peni” buscando desprenderme con agua y jabón el olor del desodorante de los sobacos del Diablo, que me había abrazado con una pinche sonrisota en su rostro para decirme: “Bienvenido al infierno Calavera. Tengo una carraca especial esperándote por aquí”.

Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.

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