Novela Policiaca
Hamlet Alcántara
Foto: José Gabriel López Mejía
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No es que yo tenga algo contra Dios, la Biblia o esas cosas. Tampoco soy ateo ni nada que se le parezca. No estaba de humor para escuchar de religión y preferí salir, y dejar que concluyeran con su reunión.
Como policía uno viene seguido a la peni, ya sea para internar un detenido o para ratificar alguna declaración en los juzgados. Uno sabe cómo se mueve el agua aquí adentro, pero muy por encimita.
No es lo mismo llegar como preso a al famoso “Vecindario” o “la Peni”, como todos conocemos por aquí a la penitenciaría, que simplemente visitarla de vez en cuando.
Busque al tal Kelo para que me orientara.
Talvez no era una muy buena opción, pero si la única para mi. Además ya tenía mucha hambre.
– ¿Qué paso mi jefe? ¿En que puedo servirle?
– ¿Dónde se come aquí?
– Bueno patrón la hora de comida ya paso, pero si tiene dinero yo le pudo conseguir algo.
– Quisiera caminar para desentumirme. Si me guías a un lugar donde vendan buena comida ahí me reportó con tu propina.
– Sobres patrón sígame. Hay algo bueno en las áreas comunes pero a ver si lo dejan salir.
– ¿Cómo que a ver si me dejan salir?
– Es que aquí donde esta, es donde ponen a los cerdos… perdón mi jefe, digo a los policías y a otros presos más tranquilones. Allá donde vamos hay de todo. Nomás hay que apalabrarnos con el guardia. Es compa el bato.
Muy amigo el guardia pero tuve que soltar una feria para que me dejaran pasar sólo unos minutos a las famosas áreas comunes, que solamente estaban separadas por un enrejado.
Llegamos a una carreta donde vendían tacos. Según el Kelo muy buenos.
– A ver explícame ¿como está el rollo aquí?
Si las miradas fueran balas me cae que hubiera recibido al menos una docena en el camino hacía los comedores.
El Kelo también lo notó.
– Como que lo conocen mucho por aquí ¿no jefe? – el miedo se le salía en cada palabra. Volteó para todos lados antes de sentarse junto a mi en el puesto de tacos.
– Despreocúpate no pasa nada.
– ¿Qué quiere que le explique mi jefe?
– ¿Cómo se mueve el agua aquí? ¿Quién es quien?
– No crea que sé mucho. Prefiero no meterme en problemas. Aquí todo se sabe.
– ¿Entonces me imagino que se saben cosas de mí?
– Mi jefe no me meta en broncas. Usted sabe que más de uno aquí tiene sus razones para hacerle pasar un mal rato.
No es que me extrañara o me asustara. Siempre es lógico que más de un malandro no quiera a un policía.
Así que insistí.
– Aquí las cosas se mueven con dinero. Si uno no tiene dinero hay que conseguirlo como sea.
– ¿Y los mentados maizerones?
– Son los chacas de aquí. Los que la mueven. Nadie se mete con ellos viven en las carracas que están en el patio central.
– ¿Las carracas?
– Sí. Están por allá. Son como departamentitos que están separados del resto de las celdas y tienen hasta sus vigilantes. Si quiere patrón yo le puedo conseguir una carraca.
– ¿Así que se venden las carracas?
– Y con todos los servicios –insistió el Kelo.
Me quedé observando las carracas. Estaban al final del patio principal, separadas del resto de los dormitorios por rejas y siempre había internos ahí parados vigilando.
– ¿Quiénes son esos?
– Trabajan para los maizerones. Les hacen mandados, les avisan sobre el pase de lista y claro cuidan que no pase nadie que no este autorizado.
Nos acababan de servir los tacos cuando dos reos que me miraban insistentemente se acercaron.
– No sabía que ya te llevabas con los cerdos mi Kelo –dijo uno de ellos. Quizás el cabecilla. Evidentemente le gustaba llevarse en el gimnasio haciendo pesas, traía una camiseta sin mangas y los brazos llenos de tatuajes.
Traté de ignorarlo y me concentré en los tacos que estaba por comerme. El Kelo no pudo hacerlo, tartamudeaba y no se le entendía nada.
Obviamente mi indiferencia debió encender los ánimos del tatuado que se acercó aún más.
– Oye. Tú no puedes estar aquí.
Estaba tan alerta que sentí en cuanto el compa me dio un zape en la cabeza.
Mi reacción fue inmediata. Lo dejé tendido en el suelo y con la nariz rota, porque le di un puñetazo justo en medio de los ojos y perdió el equilibrio.
Su compañero quiso reaccionar, pero tuve a bien aplicarle otro puñetazo en la boca del estómago que lo sofocó sin darle tiempo a nada.
Lejos de haber resuelto el problema tenía más, porque en cuestión de segundos otro sujeto me aplicó la llave china y me inmovilizó, mientras uno más me golpeaba en el estómago.
– ¡Déjenlo ya¡
Lo primero que imaginé fue la intervención de un custodio. Trataba de recuperar el aire de rodillas en el suelo cuando mis agresores se iban disipando.
– ¿Estas bien Calavera?
La voz me sonaba más familiar.
Alcé la cabeza y miré a Santiago Valdez.
Había olvidado al Santi. Hace tiempo habíamos sido compañeros hasta que los de Asuntos Internos lo comenzaron a investigar. Según ellos encabezaba una banda de secuestradores.
Eso fue hace un par de años. Al principio acostumbraba visitarlo. Juraba y perjuraba que era inocente. Por falta de tiempo más que de interés deje de visitarlo.
– Creo que estoy bien. Hace falta más que eso para acabar conmigo.
Noté que cojeaba del pie izquierdo, porque se apoyó en su bastón cuando me ofreció la mano derecha para que me pusiera en pie.
– A todos esperé ver por aquí menos a ti.
– Ya ves.
– Yo quise evitar que lo agredieran mi Santi, pero ya ves como son –intervino el Kelo tratando de quedar bien.
– Esta bien mi Kelo. Ahí le caes más al rato y nos ponemos a mano.
Como por arte de magia las miradas cambiaron.
– Veo que te has impuesto.
– Me ha costado sangre créemelo –, enseguida me señaló hacía su rodilla izquierda y ante mi asombro continúo –una punta me hizo esto, pero deberías ver como quedó el otro.
– Quieres algo, yo invitó –fue lo único que se me ocurrió decir y volví a mi plato con tacos. En realidad tenía mucha hambre.
El Santi se sentó donde estaba el Kelo y pidió un par de tacos.
– Es arriesgado que andes en las áreas comunes.
– Ya veo. Lo bueno es que no espero estar tanto tiempo.
– Eso decimos todos.
– La diferencia es que habló en serio.
El Santi sólo sonrió.
– Mientras eso sucede lo que se te ofrezca ya sabes que cuentas conmigo.
– Igualmente mi Santi. Lástima que nos reencontremos en estas circunstancias. Pero me imagino que estamos en el mismo dormitorio.
– No. Tengo una carraca.
– ¿Con los maizerones?
– Es una larga historia, ya tendré tiempo de contártela.
Después de todo era bueno ver una cara conocida entre tanta hostilidad.
Pero no era la última sorpresa que me esperaba ese día. Luego de una amena y tranquila charla acompañada de unos tacos me dispuse a descansar un rato en mi celda.
Subí las escaleras entre silbidos, miradas y mentadas hasta el tercer piso donde estaba mi celda.
Los estrechos pasillos parecían apretarme la garganta. Una extraña sensación me recorría cuando de pronto mi vista se oscureció.
Como una mosca en una telaraña intenté en vano quitarme de encima una cobija mojada que me cayó desde arriba.
Pronto quedé atrapado por completo. Entre más me movía menos podía quitarme la trampa húmeda que me convertía en un bulto inútil y presa fácil de quien sabe cuantos cabrones que a tubazos me iban sometiendo.
La mosca seguramente traga parte de la telaraña mientras trata de escapar. La humedad de la cobija la pegaba más a mi cuerpo y jalar aire sólo me provocaba más asfixia, porque la cobija casi me tapaba toda la garganta. Eso hacía más desesperante la agonía del momento.
– ¡Maldito cerdo¡ -gritaban más de tres. Lo último que escuché antes de perder el sentido y caer al suelo casi asfixiado fue que se trataba sólo de un aviso. La próxima vez no la iba contar.
Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.
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