Donde la oscuridad penetra

Donde la oscuridad penetra

Novela Policiaca

Hamlet Alcántara

Foto: Héctor Montaño INAH

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Es difícil quebrar las calles cuando estas ya están todas rotas. Cuando ya no sientes nada en la espalda al caminar. Porque eres igual a ellos.  

Por las venas ya no corre el mismo cosquilleo. Cuando las calles hablan todos escuchan menos el acusado; eso es lo más peligroso de todo.

Con la detención de los hermanos Malacón y la muerte del policía, las calles empezaron a hablar. Debí escucharlas con atención.

Esa noche decidí pasarla sólo con mis fantasmas. Y mira que varios de  aparecieron durante las pocas horas de sueño que tuve: la Morena y su pasión por el esoterismo, y el Nagual, un viejo amigo que desde hace tiempo no veo.

Los dos me decían que debía cuidarme. Estaba sólo en una ciudad desconocida. Como si fuera el último en ir a dormir o como si todo mundo estuviera soñando a esa hora, y sólo un viento frío recorriera las calles.

Ni ladridos, ni música, ni luz magenta. Sólo yo y mis fantasmas.

Que irónico. La Morena sólo se puso delante de mí para decirme: hay que saber cuando desaparecer Calavera. Acecharlos a todos. Dominar el universo desde un rincón donde todos puedan verte, pero aun así seas invisible.

El viejo Nagual simplemente asomó su rostro prieto de entre una esquina para asegurar que ella tenía razón.

Quizás todo esto es una vieja obsesión.

La Morena siempre solía decirme que yo tenía un ángel guardián bien guerrero.

– Me cae que sí Calavera. Las cartas me lo han dicho varias veces. Te han querido embrujar pero se han quedado con las ganas. 

– Se la han pelado, y siempre se la van a pelar –no tenía otra respuesta o quizás sí, pero siempre me he resistido a creer en esas cosas sobrenaturales.

Mi vida es un rompecabezas que muy pocos pueden armar porque faltan piezas. Así me gusta que sea. Así me conviene que sea.

Pocos saben que he sobrevivido a una golpiza y dos atentados. Eso me ha ganado el grado de leyenda entre las calles. Eso mi propio apellido.

– Tú traes metido al chamuco cabrón –me decía un Coronel de la Fuerza Aérea. De esas amistades que uno conoce andando entre toda esta basura callejera.

Y es que por uno de los atentados fui a parar al hospital.

Seis sicarios profesionales hicieron trizas mi carro conmigo dentro. Sólo recibí un par de balazos en el hombro derecho, y todavía alcance a llevarme a uno de los cerdos de tres plomazos. Ahí comenzó la leyenda.

Los otros cinco se espantaron y se fueron. No sé porque. Tampoco podría explicar como salve el pellejo. Sólo se decir que tuve un presentimiento y me agazape donde pude. Luego salí del carro con una 38 súper en la mano y les dispare.

También pude pedir refuerzos. Lo demás son recuerdos borrosos. Desperté en la cama de un hospital coqueteando con una chula enfermera con la piel más blanca y el cabello lacio que haya visto. El resto de esa aventura también es parte de la leyenda.

Pero la parte más famosa de esta leyenda en las calles es escalofriante. Ni yo la creo del todo. Tuve que investigar los detalles para saber que mi amigo el Coronel no me estaba mintiendo. Mes y medio después del atentado me dijo que todos mis atacantes estaban bajo tierra. No de mineros. Enterrados en un cementerio.

– Aparte de que eres de plomo traes metido al Diablo canijo.

– Precisamente es al Diablo a quien ahuyento todos los días mi Coronel.

Podrán pensar que los mande a matar o que yo los despache al otro mundo.

Créanme cuando les digo que eso hubiera sido más sencillo. No tuve nada que ver en sus muertes. Por lo menos no de forma consciente.

Quince días después dos de ellos fueron acribillados en otra ciudad. Ya debían varias.

Otro se suicidó arrojándose de un edificio. Sus registros médicos decían que había comenzado a tener alucinaciones a causa de su adicción al cristal.

Uno fue arroyado por un camión de volteo. El último de ellos sucumbió ante una enfermedad extraña que le brotó a los días del atentado. El virus lo mató quince días después, sin que ningún médico supiera calificar que tipo de padecimiento lo consumió, deformó su cuerpo y después asesinó fulminante.

Las calles se encargaron de esparcir el rumor. De inyectarlo en las venas.

Después de corroborar la historia que el Coronel me reveló termine en uno de los refugios del Nagual. Me estaba esperando en la cabaña de madera que tenía en lo alto de un cerro solitario,  cerca de la playa, al sur de la ciudad.

– Te estabas tardando hermano. Te esperaba desde hace días, pero creo que no estabas convencido aún.

No pude contestarle.

– Vino a verme quien ordenó tu muerte. Quiere ayuda. No hay nada que hacer. El cáncer lo acabara en dos meses.

– ¿Sabes lo de mi atentado?

– Las calles lo vomitan todo Calavera. El cosmos lo confirma, cuando uno de sus hijos necesita ayuda. Los maestros de las estrellas lo arreglan todo.

– Eso es brujería. Un maleficio y yo no quiero nada con eso. Si es que existe.   

– Todos somos responsables de nuestras propias acciones. Nada sucede porque tú lo pidas. Nadie ha embrujado a nadie. No ha sido obra del maligno. No puedes disparar a las estrellas sin esperar que las balas regresen a ti.

Nunca entendía bien sus conceptos.

– Pero que bueno que has venido, porque tengo algo que quiero obsequiarte –y me entregó un gotero.

– ¿Qué es esto?

– Un regalo del reino vegetal para tu protección.

– ¿Protección de que?

– De todo. Tómate unas gotas cada día durante un mes. Te sentirás mejor.

– No tengo nada –respondí pero no encontré eco. Así era el viejo Nagual. Extravagante. Luego me ofreció un té de quien sabe qué. Platicamos durante horas. No recuerdo de qué.

Al Nagual lo conocí después de la primera paliza que me pusieron. Más bien me salvo la vida cuando unos polleros me dieron por muerto. Me aventaron inconsciente y esposado al riachuelo de aguas negras de la canalización.

Desperté no se cuantos días después dentro de uno de los pluviales, semidesnudo y oliendo a hierbas por todo el cuerpo. Acostado en un viejo colchón, en medio de un hilillo de aguas negras. Había imágenes de San Benito, de la Virgen de Guadalupe, y Dioses prehispánicos colgadas con mecates amarrados a las rendijas de una coladera.  Veladoras verdes, amarillas y rojas iluminaban el lugar.

– ¿En dónde estoy?

– En mi santuario.

– ¿Quién eres tú?

– Por aquí todos me dicen Nagual.

En medio de mi convalecencia me desconcerté aún más.

– ¿Y a que te dedicas? ¿Por qué estoy aquí?

– ¿A que me dedico? A vivir. Soy un hermano maya de las estrellas. Te saque de la puerta de Mictlán.

– ¿Mic… qué?

– Mictlán. El inframundo. El mundo mexica de los muertos. No era tu momento. Estuviste cerca. Ya estás bien.

Desde entonces un lazo invisible nos une. Aunque no creo en esas cosas, él siempre está ahí con las respuestas.

Aquella mañana cuando lo soñé, se apareció temprano cuando salía rumbo a la comandancia.

– Tienes que atender mi llamado algunas veces Calavera. Es importante – dijo mientras empujaba un  carrito de supermercado, al que se le atoraban las llantas, donde llevaba una televisión con la pantalla rota,  una minita de gas gris con manchas rojas toda carcomida de la base, y varios celulares destartalados. Me entregó un gotero con esencias florales.

– Las flores brotan en la tierra, de donde todos venimos y a donde vamos a ir a parar. La Madre Tierra nos las obsequia. Tú ya sabes qué hacer con estas. Este otro gotero es para tu compañero Moncayo porque lo va a necesitar. Las calles los andan buscando. No quiero que los vayan a encontrar.    

Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.

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