Novela Policiaca
Hamlet Alcántara
Foto: José Gabriel López Mejía
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No hay palabras adecuadas para describir la adrenalina que se siente en momentos como este. Ocurren con tal rapidez que cuando te das cuenta ya eres el dueño de la situación, porque cualquier error y no la cuentas.
Los tipos de la camioneta no tuvieron tiempo de nada. Segundos después tenía encañonado a otro hombre que veía una pantalla plana, recostado en un sofá que estaba apunto de tronar por su peso.
El factor sorpresa fue determinante.
El tipo de la sala tenía la posibilidad de toma una pistola escuadra italiana nueve milímetros que descansaba junto a los restos de unas líneas de cocaína y un bote de cerveza en la mesita de centro de la sala, pero entre la sorpresa y el grado de intoxicación que tenía no pudo más que soportar un golpe certero que le floreo el hocico con la cacha del rifle de Moncayo.
Cuando pudo recobrarse estaba esposado y sentado junto a sus otros dos compañeros.
Tuvimos la oportunidad de inspeccionar la casa con calma. Sin duda se trataba de una casa de seguridad y si habían tenido gente secuestrada habíamos llegado tarde.
Por seguridad, llegamos con pasamontañas.
Tenían un pequeño arsenal, tres kilos de perico y diez más de mota que ya habían terminado de cargar en la camioneta.
– ¿A dónde iban con la droga? –les gritó Batista.
Ninguno contestó.
Si sus ojos fueran puñales nos hubieran atravesado.
– ¿Qué es lo que quieren cabrones? Se los va a cargar la chingada van a ver.
El bravucón era un musculoso que traía una camisa de seda toda garigoleada, un dije de la Santa Muerte en el pecho y una esclava más gruesa que las esposas. Ambas joyitas de oro macizo.
Moncayo hirvió de coraje. Sólo se escuchó un madrazo. Al mama dolores le tronó la mandíbula cuando azotó contra el suelo. Hasta con los tacones de las botas vaqueras de piel de avestruz rebotaron como balón de básquetbol.
– Ahorita te voy a quitar lo valiente mi amigo.
Ya no pudo decir nada. Moncayo era así. Cuando se le metía el diablo ni quien lo detuviera.
Lo tomó de las greñas y ante la mirada perpleja de sus cómplices lo arrastró hasta uno de los baños.
Batista se dirigió a mi procurando no decir mi nombre para alertarme que el comandante Alatriste acababa de llamar y estaba enterado de todo.
– Ya vienen en camino avísale a aquel antes de que haga una pendejada.
Y fue lo mejor.
Cuando entré al baño ya se andaba ahogando hasta la Santa Muerte con el agua del escusado.
– Pareja. Ya déjalo. Ahí viene el comandante.
– ¿Oíste pedazo de mierda? No tengo mucho tiempo ¿A donde llevabas la droga?
– No sé. Estábamos esperando una llamada – apenas y pudo contestar, luego de que tosió y escupió toda el agua.
– Mira mi compa. Vamos a empezar de nuevo. Creo que ya nos estamos entendiendo. Me voy a encabronar si me mojo de nuevo ¿Aquí han tenido gente secuestrada verdad?
El tipo volteó a ver a Moncayo con las últimas fuerzas que le quedaban, pero no le contestó nada.
Moncayo volvió a explotar. Ni tiempo tuve de detenerlo. Le fracturó dos dedos de la mano izquierda de un pisotón.
– Sí -gritó después de quejarse del dolor, porque Moncayo le machacaba los dedos con el tacón de sus botas vaqueras.
– Ya estuvo bueno pareja.
– ¿Y pensaban traer a un policía para acá hoy, verdad?
– No sé de qué me habla.
– ¿Cómo te llamas?
– Mauricio Malacón.
– ¿Y quiénes son los tipos que están en la sala?
– A uno le dicen el Piojo. El otro es mi hermano Adalberto. Jefe déjenos ir podemos darles mucho dinero.
– Creo que no se va a poder. Acaban de matar a un policía. Están metidos en un gran problema.
El apellido del grandote que Moncayo conducía de nuevo a la sala me sonaba, pero fue hasta que Batista me lo confirmó que supe de quien se trataba.
– Entonces tenemos que sacarlos de aquí de volada –dije cuando Batista me contó que se trataban de los hermanos Malacón, unos traficantes recién llegados de Sinaloa que en pocos días habían volteado de cabeza la frontera.
Aunque sus credenciales decían otra cosa.
El grandote había confesado su verdadero nombre al calor de los madrazos, y para acalambrarnos.
– Son tres hermanos. Si el otro se entera esto va a ser una carnicería.
Estos hermanitos tenían más de tres averiguaciones abiertas en el grupo de secuestros, y otras más en homicidios.
Apenas unos días antes unos compañeros encontraron el cadáver de uno de sus compadres. Lo levantaron de una fiesta. Al día siguiente la familia lo reportó como desaparecido.
Secuestros tomó el caso cuando llamaron a la familia para pedir 500 mil dólares por el rescate. Curiosamente la última vez que vieron en vida al compadre era en compañía del Mau Malacón, o sea el grandote, y su otro hermano Lucrecio Malacón, mejor conocido como Lucas.
Los familiares de la víctima, un tal Eusebio Salazar, la jugaban mucho. Cuando ya no había vuelta atrás, reconocieron que no se trataba de un secuestro. Se trataba un levantón de los hermanos Malacón para reclamar una deuda de negocios.
Nunca volvieron a ver al tal Eusebio. Su cadáver apareció en un camino vecinal envuelto en una cobija de Tlaxcala. De tanto madrazo estaba irreconocible.
No podíamos perder tiempo.
Minutos más tarde estábamos camino a la comandancia.
Avisamos a Alatriste y se movilizó rápido. La Procuraduría parecía una fortaleza. Incluso el Procurador había solicitado el apoyo de los federales para custodiar las instalaciones.
En cuanto abandonamos la casa de seguridad, inició un operativo, y hasta soldados llegaron para cuidar la droga, las armas y a los detenidos.
Fue una noche muy larga. Del policía secuestrado no supimos nada.
Pudieron también recuperar una de las camionetas que utilizaron los secuestradores para llevarse a los policías. Aquello parecía el vehículo de un carnicero descuidado. Todo lleno de sangre.
Los detenidos negaron ser los hermanos Malacón. Ya en la madrugada, luego de varias horas de interrogatorios, nos retiramos a descansar.
Ya nos esperarían más sorpresas al día siguiente.
Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.
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