Donde la oscuridad penetra

Donde la oscuridad penetra

Novela Policiaca

Hamlet Alcántara

Foto: José  Gabriel López Mejía

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Vivimos en un país surrealista. La frase me recordó mis épocas de bachiller, cuando nos mencionaron a André Breton y Salvador Dalí. Dos surrealistas que creyeron que México era el país más surrealista del planeta.   

Pensé que ni Dalí ni Breton conocieron Tijuana. Donde los policías juegan a ser mañosos, y los mañosos a ser policías. Hubieran quedado sorprendidos.

Y ahí nos tenías a toda la bola de cabrones movilizados por un mañoso, que tuvo los huevos de avisar por la radio frecuencia donde habían tirado el cuerpo de un policía.

La frecuencia de radio era una locura. Amenazas. Claves. Carcajadas y una que otra mentada de madre.

Pero siempre he dicho que nosotros como policías tenemos la culpa.

Hay que ser cochis pero no tan trompudos.

Y es que hay camaradas que ya no son policías, sino mañosos con charola, al servicio de gente del cártel. Les vale madre.  

En lo personal siempre he pintado mi raya. Tampoco me voy a dar baños de pureza. A final de cuentas quien trae la placa y el mando en las calles soy yo. Les guste o no. Tenemos que imponernos  o nos carga el payaso. Como dicen en mi rancho: para cabrón, cabrón y medio.

En mi curriculum tengo muchos enemigos, atentados, pero eso si un chingo de respeto entre toda la raza.

Minutos más tarde la canalización estaba lleno de uniformados y compañeros de la Procuraduría. 

Una patrulla confirmó, lo que aquella voz extraña anunció entre líneas por la frecuencia de radio: el cadáver de uno de los policías secuestrados yacía entre unos matorrales junto a un riachuelo de aguas negras.

A simple vista el oficial muerto presentaba varios golpes en el rostro. De su pecho ensangrentado saltaron un par de ratas, que roían sus heridas, y estaba esposado.

Uno de los policías me comentó que le pusieron sus propias esposas, y que lo habían estrangulado con una cuerda de plástico.

Alatriste y sus sequitos llegaron detrás de nosotros.

-¿Cómo ves Calavera?

– Pienso que se les venía desangrando y lo quisieron desafanar.

Alatriste movió la cabeza mientras volvía a encender su puro y acomodaba su tejana, por eso supe que estaba de acuerdo con mi teoría.

En una de las camionetas de la policía municipal tenían esposados a tres malandros. Eran los adictos que tenían encendida una fogata cerca de donde se localizó el cadáver. Mientras todo mundo inspeccionaba la zona, decidí darles una vuelta.

– ¿Qué pasó oficial?

Los detenidos morían de frío, les temblaba la quijada y tenían la mirada perdida.

– Andaban por aquí cuando llegamos. Se estaban fletando con heroína. Una de las licenciadas del ministerio público dijo que los va a interrogar.

– ¿Quién de ustedes puede decirme lo que vio?

Se hizo el silencio por un instante.

– La verdad creímos que eran placas y nos echamos a correr. Acá no bajan camionetas que no sean de la policía  –contestó uno de ellos, mientras intentaba acomodarse en una de las esquinas de la camioneta, pero lo hacía con dificultad porque estaba esposado con las manos en la espalda.

– ¿Qué camioneta era?

– Cherokee negra con vidrios polarizados. Por eso pensamos que eran placas. Nomás se pararon ahí mero en el canal, tiraron un bulto y se salieron por el otro lado para agarrar la calle allá arriba.

– ¿Así que no sabían lo que habían tirado?

– Mi jefe aquí uno aprende a no meterse en broncas. Allá nos quedamos un rato y ya luego nos regresamos a la fogata para fletarnos. Cuando mi compa despertó fue a ver que rollo y miró el cadáver. Luego nos cayó toda la placa. Nosotros no tuvimos nada que ver.

– Está bien.

No podía perderme la escena el Capi Colorado. Llegó bien escoltado por sus compinches. El miedo no anda en burro.

El Capi venía en una patrulla. Detrás venían dos pick up con celda integrada en la caja y dos oficiales con rifles de asalto trepados en cada jaula. Además de los que venían en la cabina y en la unidad del gordo, que también andaban armados hasta los dientes, con sus chalecos anti balas puestos.

El gordo traía el rostro desencajado.

Por eso su chofer fue el encargado de reconocer  el cadáver de su compañero, que ya estaba cubierto con una sábana blanca.

– Este compa anda más escoltado que el Procurador –Moncayo también estaba pendiente de cada detalle.

Creo que por eso ambos nos acercamos a ver que podíamos escuchar.

El gordo primero fue atajado por el comandante Alatriste. Se saludaron y de ahí lo condujeron metros más adelante donde los peritos revisaban el cadáver del policía.

Para ese tiempo ya estaban dos que tres fotógrafos de la prensa chacaleándose con las imágenes. El gordo Colorado trataba de rehuirles.

Nosotros seguimos a la caravana. La zona estaba acordonada y los vientos provocaron que el frio arreciara.

Uno de los peritos se encargó de levantar la sábana blanca. El redondo y amargo rostro del gordo enrojeció al tono de su insipiente bigote.

Colorado cerró los ojos por un breve instante. Se volteó y tomó aire antes de confirmar que si era uno de los oficiales que habían sido secuestrados esa tarde.

– Se llamaba Ramón Pineda, y el que falta es Acosta –en ese momento el Capi alcanzó a vernos de reojo, y se le agrió aún más el semblante, pero no dijo nada.

El agente del ministerio público le pidió que fuera a rendir su declaración lo antes posible. El gordo agachó la cabeza se limpió una lágrima y respiró de nuevo intentando recuperar el temple. Después se escurrió junto con sus escoltas, y desapareció.

Alatriste atendía una llamada por su celular. En cuanto colgó nos busco con la mirada y pegó el inconfundible grito de ¡Calavera¡  

– Por este compa ya no hay mucho que hacer. Acaban de confirmarme un dato y quiero que encabeces un operativo express junto con Moncayo y los de secuestros. Necesito que salgan ahora y le caigan a esta dirección.

Mientras nos explicaba había estado apuntando los datos en un pedazo de papel que me entregó.

– ¿Saben donde es?

Luego de echarle un vistazo contesté que si.

– Bueno. Hay que ponerse de acuerdo con Batista de secuestros que por aquí anda. Ya sabe que pedo. La cosa es que no quiero que los cuicos se den cuenta de nada. No vayan a cometer la pendejada de salir en caravana y con su escándalo.

Ante tal advertencia fuimos muy cuidadosos.

Batista sabía su trabajo.

– Tú dime donde nos vemos.

– Aquí a unas cuadras. Por donde esta una abarrotera grande ¿si te ubicas?

Cinco minutos más tarde cuatro unidades y una docena de agentes todos enchalecados y bien armados estábamos saliendo al este de la ciudad. Sin estrobos ni sirenas. Sin levantar sospechas. Amparados en el desconcierto y la oscuridad.

Nos escurrimos por las calles vacías y poco alumbradas hasta llegar a nuestro destino.

Un carro tras otro. El convoy encontró a la presa en medio de una calle de terracería.

Y así como el lobo clava los colmillos en el ciervo en medio de la noche. Así interceptamos a dos cabrones que estaban subiéndose a una camioneta, justo frente a la casa marcada. Fue su propio nerviosismo quien los delató.

Segundos después estaban atrapados en medio de una decena de rifles de asalto, y decenas de dedos sudorosos dispuestos a disparar a la menor provocación.  

Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.

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