Donde la oscuridad penetra

Donde la oscuridad penetra

Novela Policiaca

Hamlet Alcántara

Foto: José Gabriel López Mejía

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 Ninguna de mis preguntas tuvo respuesta. Los tipos que me traían simplemente cumplían órdenes, y de ahí no los sacaba.

Durante todo el camino no pude evitar todo tipo de pensamientos, una vida pasando frente a mí, con la extraña sensación de incapacidad.

Sabía que mi destino dependía totalmente de estos matones al servicio de Don Paulino. También estaba consciente de que necesitaba recuperar la confianza del viejo narco, lo que no sabía era si me iban a dar tiempo para eso o iba directito al matadero.

Sea como fuera ahí estaba. Debía afrontarlo tal cual.

No tenía la más mínima oportunidad de salir bien librado si intentaba escapar de los matones, por lo menos no arriba de la camioneta. Además nada en su actitud me hacía pensar que su misión era asesinarme. Era más que evidente que me llevaban a ver a Don Paulino, de ahí pa’l real quien sabe que iba a pasar.

Ninguno de los sujetos intentó romper el hielo, ni intimidarme siquiera, sólo se quedaron mudos los más de cuarenta minutos de camino en donde incluso tomamos un buen tramo de carretera rumbo a la capital del estado.

Tomamos una desviación por un camino de terracería, y nos aventamos otros 20 minutos en medio de la polvareda café que levantaba la camioneta a su paso.

El rancho a donde llegamos era una verdadera fortaleza, desde la entrada estaba custodiado por hombres armados con rifles de asalto. Así a lo descarado.

Estaba ubicado en medio de otras rancherías llenas de vacas lecheras, seguramente de ganaderos de la región.

A pesar de que era muy temprano se escuchaba una banda sinaloense que estaba tocando corridos a todo lo que daba.

El primero en recibirnos fue el Santi, que se veía ya más repuesto.

– ¿Qué onda Calavera como la pasaste?

– No tan bien como ustedes, por lo que veo.

El enorme jardín lleno de árboles estaba repleto de gente, sobre todo de mujeres y había dos asadores de carne y cerveza por todos lados. La primera que llamó mi atención fue la marimacha famosa esa a la que le decían la Condesa. Estaba bien aperingada con una morrita güera bien chula.

Ella también notó mi presencia, y de volada se paró con una cerveza en la mano.

– ¡Te voy a estar vigilando cabrón y en la primera que te pases listo te va a cargar la chingada¡ -me gritó mientras se tambaleaba de lo borracha que estaba. Eso si no soltaba el bote de cerveza que movía de un lado para otro.

– ¡Ya estuvo Condesa, el patrón lo está esperando¡ -le gritó el Santi para que no siguiera amenazándome

– Lo que pasa es que ya no te acuerdas de mi ¿verdad cabrón? Pero tú y yo tenemos una cuenta pendiente. Yo si me acuerdo muy bien de ti.

– Pues si te acuerdas bien de mí deberías tener mucho cuidado.

– ¡Ya vámonos Calavera, no le sigas el rollo¡

– Su cara se me hace conocida, pero no logró ubicarla bien –le dije al Santi mientras nos alejábamos de ella hacía el fondo del rancho donde se alcanzaba a ver la orilla de las aguas de La Presa.

– A lo mejor se conocieron cuando era policía municipal y tenía varios kilos de menos.

Al escuchar la respuesta del Santi recuperé la memoria. Hubiera preferido quedarme como estaba, y hacerle al tío Lolo.

La lesbiana y yo nos conocíamos precisamente de ese tiempo, cuando andaba trepada en una patrulla junto con otro oficial de policía, Simón Aguilar con quien me unía cierta amistad.

A la Condesa entonces no la conocíamos así, y efectivamente estaba mucho más delgada. No se veía tan marimacha como ahora. Tenía sus arranques varoniles y sospechábamos que era lesbiana pero hasta ahí.

Aunque no era lo único que se sospechaba de ella en la corporación, porque era un secreto a voces que desde entonces escoltaba a Don Paulino y trabajaba para él.

Simón me lo decía con preocupación.

– No es que uno sea un santo pareja, pero la vieja anda metida hasta el cuello –pero nunca pasaba de sus comentarios. De hecho se llevaba muy bien con ella, sería porque era igual de vaga que él. Porque eso si los dos seguido armaban sus desmadres en los congales de la Zona Norte.

Simón era tan congalero que hasta se había enamorado de una teibolera y se la llevó a vivir con él.

– Pinche compadre me cae que te pasas –le dije cuando me contó la noticia. Al bato le valió madres porque estaba bien clavado de la morra. Lástima que no fuera el único.

Socorro, la Choco como conocíamos por aquel entonces a la Condesa también estaba enamorada de la vieja de mi compadre, pero nos enteramos muy tarde.

A la Choco nunca le caí bien. Nunca supe porque, pero apenas y me saludaba y como a mi tampoco me cuadraba mucho, las pocas veces que nos topamos yo sólo saludaba a mi compadre y a ella no le ponía mucho cuidado.

Pero resultó que la Choco estaba tan enamorada de la bailarina como mi compadre, de hecho tenían un amorío secreto que salió a relucir cuando lo asesinaron.

Y nunca nos hubiéramos enterado de no ser porque detuvimos al responsable del homicidio y soltó toda la sopa.

Curiosamente a mi compadre lo mataron una noche en que la Choco pidió el día libre.

Esa noche mi compadre recibió una llamada a su celular. Era precisamente la Choco que le pedía apoyo porque tenía una bronca con unos vendedores de droga en la colonia donde supuestamente vivía una amiga de ella.

Mi compadre con una fe ciega en su pareja de trabajo fue a apoyarla. Los malandros ya lo estaban esperando. Lo recibieron a balazos.

Uno de ellos bien drogado le quitó el celular por instrucciones de la Choco, pero lejos de desaparecerlo lo cambió por droga unos días después, y en un operativo cayó en mis manos.

Los adictos no tuvieron el cuidado de borrar las llamadas. Además como en las calles no hay amigos el tipo que tenía el celular, delató al otro y así se fue la cadenita hasta la Choco, que nunca se esperó verse enredada en el asunto.

La noche en que mataron a mi compadre, la teibolera y la Choco festejaron en la mansión de la policía revolcándose bien quitadas de la pena.

Un mes después le caímos a la Choco en su mansión. La detuvimos por la autoría intelectual del homicidio de mi compadre.

Estaba bien encabronada. Quien sabe cuántas veces me mentó la madre, y me advirtió que no sabía con quien me estaba metiendo.

Veinte días después estaba libre, de nuevo patrullando en las calles como si nada y poco más tarde hasta Jefa de Zona la hicieron.

Y es que el único testigo que la señalaba extrañamente se suicidó en prisión, y el Ministerio Público no pudo sustentar un caso en su contra, por eso volvió a las calles.

Un año más tarde el nombre de la Choco volvió a los periódicos. Está vez la buscaban los federales por delincuencia organizada. Nunca la hallaron. La dieron de baja en la corporación y se convirtió en la Condesa, esa que acababa de amenazarme hacía tan sólo unos minutos.

Continuará, siguiente capítulo el próximo lunes.

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